martes, 7 de julio de 2009

Carta imaginaria de José Artigas al Presidente de Paraguay

LA PATRIA DEL PADRE

Ibiray, enero de 1845

Señor Presidente del Paraguay

Don Carlos Antonio López

Excelentísimo Señor.

Mi estimado amigo.

Aquí me encuentro en la empresa que me ha encomendado. Estoy viejo. Pero la gratitud impera sobre mis fuerzas y estoy compelido a escribir, según su pedido. Sabe bien que ya no gusto de escribir cartas, no veo mucho y por cierto me canso. Antaño las mandaba escribir por doquier y las dictaba de a dos y tres juntas. Los cabildos necesitaban instrucciones, los países hermanos comunicación y los enemigos presencia. Las cartas eran interminables como los asados de Purificación que se renovaban al son de los comensales que también eran interminables. Me haya gustado o no siempre tuve que escribir y a medida que mis responsabilidades me lo exigieron ya no había forma de escapar de ello. Mi primaria instrucción fue provocada a su máxima expresión a medida que mis responsabilidades aumentaban. Y ciertamente aumentaba el esclarecimiento de mis lecturas políticas que acrecentaban en la misma proporción. Debo reconocer, nobleza obliga, que contaba con brillantes secretarios para tan engorrosa misión. Miguel Barreiro, el ex Fraile Monterroso y el padre Larrañaga entre tantos. Su prosa hizo que mi pensamiento fluyera a la altura de las circunstancias y acorde a la diplomacia. Humildemente, la inspiración nunca me abandonó y aunque viejo aquí estoy, para cumplir con su encargo. Como un soldado, nunca deje de serlo, estoy para corresponder su generosidad que ha sido mucha.

Cuando ingresé al Paraguay, en septiembre de 1820, el dictador Gaspar de Francia, me encarceló en un Monasterio y, a mi pedido, me llevó a San Isidro de Curuguaty, como bien sabe usted. No dejó que nada me faltase, por cierto. Cuando acaeció su muerte, fui engrillado y puesto preso. Cuando usted asumió el gobierno por el año de 1841, yo llevaba más de veinticinco años arrancándole el pan a la tierra. Usted me ofrece libertad y que yo disponga como quiera de mi vida. Y me ofrece –como si fuera poco– que revista con el cargo de general en el ejército paraguayo. Su reconocimiento ha sido enorme. Ante mi negativa, me ha ofrecido vivir aquí en sus fincas de Ibiray. Aquí en su casa estoy. Razón, como le decía, suficiente para corresponder, no solo a su generosidad, sino también a su curiosidad, que entiendo me honra. ¿Qué puede ofrecerle a su excelencia este viejo de sus pesares?

Usted me pregunta sin vueltas y sin rodeos, porqué estoy en el Paraguay. Qué me trajo y qué me tiene atado aquí siendo que su voluntad respeta la mía dejándome libre para lo que desee. Cuántas respuestas vienen a mi mente, sobre todo cuántas veces me lo he preguntado. No hay día de mi vida que no me lo pregunte. Es una necesidad preguntar por mi destino al menos para saber que todavía en parte depende de mí y aun sigo eligiendo.

Quedándome acá su familia me ofrece el mayor de los afectos y atenciones. Bien sabe usted que mi estancia no tiene que ver con la altísima generosidad y providencia en que me tiene usted. Sabe que disfruto de la misma, sobre todo de Francisquito, que siempre está inquiriéndome que le cuente historias de indios y batallas y toda suerte de luchas. Se lo he dicho en infinidad de oportunidades. Este niño es esclarecido y de una inteligencia muy superior. Sin dudas va a ser un hombre hábil y diligente su Francisquito y también un poco mi Francisquito. Está claro que el viene con gusto por este viejo. No sabe él el gusto que es para mí también, y todo lo que de alguna manera espero de ese niño que a veces veo ya un hombre. Sé, y usted lo sabe, que mis hijos me faltan y que nada reemplazará esa falta. Los hijos son los que heredan nuestros bienes y sin dudas nuestros males. Y es por mi hijo Ramírez, que no era mi hijo pero era como si lo fuera, que estoy acá. Por su traición, que sigue viva aunque él haya muerto y aunque este hecho lo lamente a diario.

Yo había revolucionado a todos los pueblos contra esos señores mandamases a los que no les importaba la suerte de los desdichados ni la fortuna de la desesperación. Reyes y virreyes y patricios, no sabían de intemperies y sus quejas no eran de necesidades sino de honores. Decidí entonces proteger a los desamparados e infortunar a estos señorones que no sabían de las gentes. Por fortuna solo terminé interpretando lo que los pueblos pobres querían, que por otro lado coincidía con lo que mi fe mandaba protagonizar. Así fue que armando revuelta dejé la Banda Oriental por el año de 1811, para volver por ella.

Mis deseos se fueron transformando en responsabilidad, y en esperanza para los pueblos que comenzaron a llamar a sus deseos libertad. Y yo empecé a entender que el mejor lugar para tantos deseos hechos libertades se llamaba República.

Tarde entendí, que les mostrábamos algo que no podríamos darles. Los llenamos de esperanzas, que luego quitamos con más saña y carnicería que los enemigos de los que los queríamos librar. ¿Que tiranía nueva es la de estos falsos virreyezuelos? ¡Cuánta fatiga inútil!

Pero contaba con unos cuantos hombres de valía y de reconocimiento por su bravura en las rencillas y contiendas. Muchos de esos hombres estaban hechos y como varones se jugaban por sus convicciones. Pero a algunos los hice en las armas y en las ideas. Los crié. De guachos se hicieron soldados y estadistas y hombres de inteligencia militar. A muchos parió mi alma, pero a ninguno tan ricamente como a Ramírez.

Había nacido por los pagos de Arroyo de la China en el Uruguay entrerriano. Tenia madre, era también entrerriana y dueña de algunas tierras. Su padre era paraguayo y marino. Él no llegó a conocerlo, pues murió cuando era muy chico. Sus padres fueron, entonces, el segundo marido de su madre y sus tíos. Tenía esa actitud de andar buscando padre, otro que mire por sus actos y los reconozca. Los hombres necesitan padre, por ahí entra el respeto y el honor, y sobre todo el amor a la tierra de los padres. Yo lo conocí como correo de las fuerzas de Ereñu que por ese entonces peleaba para mí, después contra mi y ese Ramírez lo supo poner en su lugar. Yo había valorado mucho la acción. Enfrentó a su antiguo jefe para defenderme a mi o a la causa. Lo cierto que había que tener valor y este hombre de veintinueve años entonces lo tenía. Corría el año de 1817, y yo necesitaba esas muestras de valor porque todo era desgracia alrededor. Los portugueses nos habían invadido y los años de bonanza habían sido pocos. Purificación había sido un paraíso con fecha de vencimiento.

Pero quiero contarle algo de su época de Chasqui, para que vea de qué hombre le hablo. Por su posición de correo todos los hombres lo conocían y conocían los peligros que afrontaba. Pero nadie conocía la tierra como él. Podía olerla, escucharla, saborearla. Conocía los bichos de la tierra y los del agua y no había pájaro que no conociera su nombre, fuera indio o criollo. Mucho he de reclamarle como más adelante le comentaré, pero algo le reconozco sinceramente, amaba profundamente la tierra a la que pertenecía.

Todo se había juntado para hacerlo grande y su precocidad hizo que rápidamente perdiera la mucha grandeza acumulada. Francisco Ramírez ¡qué hombre! Su valor, que era mucho, adquirió contenido en los magros pero eternos asados del Ayui. Se hizo federal por convicción y no por obediencia. En él, la República había ganado un acérrimo defensor con la lanza y un predicador tenaz con el ejemplo.

No perdía batalla. Tenia una mirada picara y festiva, sus grandes ojos negros se achinaban en la crespa frente. No era alto pero sus hombros prominentes y unas botas de potro con una suerte de taco de madera le daban una presencia altiva y provocadora. Hablaba con buenos modos y siempre de manera graciosa. De su boca eran frecuentes los chistes y las humoradas, que hacían siempre bien a la moral de la tropa. Siempre estaba de buen humor, incluso teniendo el enemigo a metros.

Había en su actitud una clara inteligencia, que le permitía disciplinar rápidamente la cuadrilla, y sobre todo tenía una capacidad para el sigilo que no vi, en nadie. Hasta a sus propios gauchos les sorprendían sus emboscadas. Nadie sabia cuantos hombres comandaba Ramírez, siempre sonaba a turba incontable y era él nomás con un par de valientes. Llevaba a sus hombres a las más altas audacias como cuando los hizo cruzar el Paraná de noche agarrados de las colas de sus caballos para tomar Coronda. Pero el frente era cada vez más grande. Nuestros enemigos aumentaban sus filas con quienes decían ser nuestros amigos.

Primero peleamos contra los españoles. Ganamos esas batallas que abrían la puerta de la libertad para los pueblos, pero un acuerdo de la dirigencia de Buenos Aires con los vencidos, nos dejó a nosotros –los vencedores y dueños de la tierra– vencidos. Nos retiramos entonces al Ayui. Hostigamos al español, primero, y al portugués que venia en auxilio del Montevideo español, después. La dirigencia porteña coqueteaba con el poder portugués para debilitarme.

Cuando el portugués ingresó de manera pública y masiva a la banda, allá por el año de 1814, un nuevo acuerdo nos puso a la cabeza de la libertad. Tomamos Montevideo. Y nuestro gobierno se hizo el de la liga de los Pueblos libres. Los porteños de Buenos Aires y los porteños de Montevideo buscaban reyes. Nosotros bases republicanas. No me permitieron participar de las asambleas y congresos que definían la Patria Grande. No aceptaban nuestra concepción de Patria. Decidieron entonces entregarme al enemigo y realizar acuerdos espurios con los portugueses, que ingresaron a devastar a Artigas.

En mayo de 1816 comenzó la segunda invasión portuguesa y fue el comienzo del fin. En realidad destruyeron pueblos y asolaron nuestros destinos. El portugués estaba en la Banda. En el resto del territorio, Entre Ríos y Corrientes sobre todo, mandaban tropas de Buenos Aires para golpear por otro frente. Porteños y portugueses. Ahí en el litoral estaba Ramírez para contenerlos. Yo en la banda con lo que me quedaba, hacía lo propio. Entre esos hombres estaba Rivera que terminaría luego vendiéndose al enemigo portugués.

¿De qué están hechos algunos hombres? ¿Qué libertad pregonan los que mandan tales cosas? Empecé a entender, mi providente amigo, que la traición caminaba entre nosotros y se muda como el camaleón de muchos y seductores ropajes de honor.

He meditado tanto sobre estos actos que califican a los hombres que tienen alguna responsabilidad en el destino de otros. Y le diré algo: la traición es la guerra íntima. No la del enemigo definido. Es la guerra del amigo, donde la cercanía del amor genera la distancia del odio; ese vinagre ajeno que condimenta las miserias más profundas del alma humana. La traición, no tenga dudas señor mió, es la muerte. Es una condena sin redención. Todos estos años que el infinito y manso verde Paraguay me ha alojado –y mis manos le entraron a la tierra como si buscara en ella con el arado alguna otra verdad– siempre retornaba de la misma e idéntica forma. Como un dolor irredento, como un duelo sin deudo, como una llaga sin cerrazón. Es que la traición es un vínculo que se ha mancillado, una tierra que se ha vuelto injusta. La traición mata eso que llamamos lo nuestro, eso que con orgullo surge como nosotros. Y nosotros no somos los mismos después de la traición, quedamos allí para siempre, como degollados sin despenar, sin despenador.

Usted me pregunta qué hago acá. Por cierto, la voluntad de cierta traición definió mi destino y lo definió por aquí. No sé exactamente porqué aquí. Alguna necesidad de estar cerca del traidor, de los traidores, de los traicionados. No lo sé.

No acepté el favor extranjero del exilio porque quería seguir peleando. Pensé que en Paraguay, mis indios y negros que me seguían iban a sumar más indios y más tropa. Tan justa sentía nuestra causa que no podía imaginar que nadie la quisiera. Lo que sigue usted lo sabe. Fui confinado a San Isidro de Curuguaty, como un preso, como un desertor, como un prófugo sin causa. Veinte años estuve volviendo sin volver, hasta que su bondad buscó a este viejo y me trajo a morir aquí, en Ibiray.

La soledad, el destierro, amansan a cualquier hombre. Perdí mi destino en la selva y en la selva lo volví a encontrar. Francia, que era en aquellos años señor del Paraguay, nunca me recibió. Por cierto nunca pude convencerlo de aquello que yo creía era la causa de toda la América.

Debo decir, por justicia que Paraguay también era mi patria y yo quería tanto el bien para ella como para mi banda, o el entreríos, o el litoral todo. Finalmente la sangre de mis hombres se justificaba en toda la extensión de nuestra Sudamérica. Nunca dejé de ser un soldado. Y los ideales nunca dejaron de ser la libertad, la igualdad, la justicia. Hoy que mis huesos tiemblan como un pájaro mojado, sigo sintiendo lo mismo en el alma. Solo que el dolor me ha enseñado tantas cosas… Pero permítame que ordene la cuestión.

Estábamos exhaustos y peleábamos con un enemigo infinitamente superior, en hombres, en armas, en artillería, en inteligencia militar, en apoyo estratégico, en formación, en recursos económicos. Tenían todo y nosotros no teníamos nada. Nada, y cuando digo nada, es nada. Era la resistencia del honor y la dignidad. Nuestra esperanza era Ramírez. El era nuestro honor y la condición de la esperanza. El tenía que hacer la guerra a Buenos Aires para que esta le declarase la guerra al invasor lusitano y nosotros pudiéramos constituirnos en los legítimos dueños de nuestros hogares ultrajados y violados por la peste de la ambición.

Ramírez armó un ejército con la resaca de lo que quedaba de nuestras fuerzas y sobre todo de nuestra dignidad, y sumo indios y montoneros más bravos que jabalí herido. Era una turba de belleza bélica desordenada como nunca antes vista. De famélicos soldados y multicolores trapos de uniforme y esa bandera azul y blanca manchada de sangre federal. Y Santa Fé con sus dragones impecables. Parecía que el infierno se mecía en sus vientos de lanzas. Pueden existir muchas armas y muchas formas de matar, pero un montonero con tacuara es un ser mitológico. Se enciende como brasa nueva y no lo apagan las muchas muertes que desata. Un montonero son muchos montoneros. Para un montonero se necesita más que un ejército. Lo sabía Buenos Aires y pidió por San Martín, ese grande, y pidió por el ejército del norte y siguió pidiendo y se sabía derrotado.

La banda estaba en manos portuguesa. Nos quedaba poco hilo en el carretel. No lo sabía entonces. Lo supe luego. En abril de 1819, los portugueses ocuparon Purificación, donde funcionaba la cabeza de la banda oriental. Nos decapitaron. En enero de 1820 perdimos la batalla de Tacuarembó. Estábamos aniquilados. Pasamos a Entre Ríos, al Mandisoví para reagruparnos, pero no había un soldado oriental en la banda para pelear por ella. En esa meseta de muerte y desolación, nos llegó la noticia de Cepeda.

En febrero de 1820, las tropas del protector de los Pueblos Libres habían derrotado al Directorio porteños y sus fuerzas. Tarde me enteraría que no era yo el jefe de esas fuerzas. Esa batalla que ganamos –porque la ganó la causa federal que teníamos como bandera– fue la derrota de la causa federal.

Cepeda fue un minuto eterno. Ese minuto que posibilitó la traición, ese instante infinito en que Ramírez decidió la traición, que aceptó la humillación de Buenos Aires. Ese minuto en que cedió a su propio interés y que cambió la historia para siempre.

Yo venia derrotado por los portugueses y asfixiado por Buenos aires y todo lo esperaba de Ramírez. Así debía ser. Pero Ramírez pactó con las nuevas autoridades de Buenos Aires, con Sarratea, gobernador de Buenos Aires, nuestro peor enemigo y luego firmando ese infame tratado, que no era más que mi ejecución y la de la banda.

Pero la traición de Ramírez hundió a Artigas y a todos sus sueños en un infinito letargo. ¿Sabe usted? A veces creo que Artigas murió en Cepeda, no en las Tunas, la última batalla que di al frente de los pueblos libres. Perdí esa batalla contra mi mejor hombre, contra mi hijo engendrado en la desgracia y en la desesperación de la libertad; ese fatídico instante en que decidió que yo debía morir en su corazón. Ese momento en el que él me degolló en su alma, ese mortífero y vital momento, alguna mañana, alguna tarde, o tal vez en la soledad de alguna de sus noches, yo dejé de ser Artigas. Ese día comenzó mi exilio y también la búsqueda del sentido de mi vida y de mis esfuerzos.

¿Qué le sucede al hombre cuando pierde? Y no las batallas de los cuerpos ensangrentados y chuzados por las lanzas. ¿Qué sucede dentro de un hombre cuando es derrotado en su corazón, cuando es abortado del amor y el respeto que uno sentía o creía al menos sentir, por el otro? Y si el amor no ha sido suficiente, al menos la gratitud, ¿no ha tenido ningún lugar en aquel hombre? Con qué facilidad se despellejan los valores. El Pacto del Pilar fue ese documento que fecha y muestra la traición. Y ¿qué debía hacer yo entonces? ¿Debía obedecer a Buenos Aires y traicionar a mis hombres; a mi gente? ¿Dar por concluida la resistencia; dejar que el Imperio portugués se quede con las tierras y restituya la esclavitud de la que tanto nos estaba costando salir? Yo no firmé nunca nada contra nuestros intereses. Y, sin embargo, volvían a llamarme traidor y esta vez no mis enemigos sino también mis amigos, que se habían juntado con ellos. Usted sabe que imaginé nuestra tierra igual y libre para todos. Los portugueses nos asfixiaban, desollaban nuestra gente y Buenos Aires creía que el mal eran los pueblos libres, bárbaros. Los señores andaban con la correa y la cadena al cuello buscando amos. Nosotros éramos bárbaros.

Estimado amigo, no quiero justificar mis actos pero necesito que usted que me ha preguntado comprenda cuál fue siempre la actitud de este soldado. Porqué siempre en los mejores términos reclamamos a Buenos Aires su compromiso y luego rechazamos su deslealtad. Agotado y humillado la empecé a putear por su indiferencia primero, y su crueldad después. Y, finalmente, por el mayor de sus males –su hipocresía, su altanería y su compra de voluntades mercenarias– terminé alejado de todo lo que amaba y era el destino de aquellos días. Maldije una y mil veces su traición, porque la tierra que entregaron era de hombres no de ganado; y sobre todo de hombres que le habían cuidado el culo una y mil veces con su propia vida.

Qué mierda es la traición, entonces, me pregunto. Entre qué y qué eligió Ramírez. No puedo desandar esa pregunta, que intenta explicarme qué lo llevó a decidir lo que decidió; qué puso en la balanza. Si el amor, el respeto, la gratitud o su propia vanidad. ¿Qué maléfico espíritu sostiene la traición que le tuerce la voluntad a un hombre valiente y honorable? Porque si Ramírez fue capaz de traición todo hombre lo puede ser. Y me resisto a creer que todo hombre tiene un precio. La vanidad es peligrosa cuando se sirve a la patria, porque uno puede terminar traicionándola. A mi me traicionó y yo lo he puteado lo suficiente y a veces todavía lo hago y mis males se aquietan pero, ¿los males que trajo su traición? Esos males perduran y han infectado lo más profundo que tiene un hombre que conduce: su palabra.

Me pregunto si quería mi lugar. No entendió que ya lo tenía, que ya era de él. No quiso tomarlo, ¿no quería mi legado? Sufro a veces, porque a su valor yo le puse causa y no era necesaria la sangre de nuestros pueblos para matar a su padre. Porque el precio que puso a mi cabeza se cargó la de entrerrianos, santafecinos, orientales, correntinos y tantas dignas voluntades. Y, finalmente, se cargó la suya. ¿Qué se le cruzó por su alma? ¿O fue acaso un desatino? La traición es siempre una locura improvisada. ¿Se puede ser tan inteligente y tan imbécil? ¿Fue embaucado o fue él el embaucador? La mentira es siempre en situación, en ocasión de, mientras que la deslealtad es una toma de posición preexistente.

¿Cual es el origen de la traición? ¿Lo sabe usted noble amigo? ¿Qué lleva a un hombre a cagarse en lo que amó y respetó e incluso expuso en su vida? Sé que la patria le pedirá cuentas. O tal vez no. Tal vez me las pida a mí. El problema es que yo lo amaba y tal vez solo por eso parece que su dolor está siempre empezando. Creí realmente que me amaba como un padre. Sabía Pancho que yo estaba desesperado con un puñado de hombres defendiendo lo indefendible. Sabía que la lápida estaba siendo escrita por nuestros enemigos y que nuestra salvación tenía sentido en su lanza, que era más que ninguna, nuestra lanza.

Todavía no puedo entender porqué se cagó en nosotros, en mí. No fue arrebato. Decidió sin consultarme y no se arrepintió cuando le pedí explicaciones. Se alió a lo peor de nuestros enemigos que hasta ayer también eran los suyos y los mandó por mi cabeza como si fuese un vil ladrón.

Juzgue usted mi actitud y entienda la tormenta de mi alma en aquel momento

¿Que hubiera hecho usted? Yo, lo interpelé con violencia, sin consideración, sin concesiones. Pero sin hombres y sin fuerzas. El fin estaba cerca. Y esa frontera la imponía alguien que yo había criado y quería infinitamente.

Para ser franco, no lo perdono, pero creo que aun lo quiero. Quiero que me entienda. Ya no hay odio en mi corazón. Es que el odio envejeció conmigo. Es que me faltan respuestas y me sobran preguntas y no hay economía del sufrimiento que me aquiete para sofocar los fuegos del alma que a menudo enciende su recuerdo y el afecto y reconocimiento que yo le dispensaba. ¿Sabe? No puedo unirlos. Tengo dos Ramírez y no me decido aún por ninguno. Y entre ellos no deciden aún su muerte y cabalgan los dos conmigo.

El odio no es para los enemigos. A estos se los enfrenta y se los vence y si no, se es vencido por ellos. Los enemigos surgen de las disputas de convicciones o de intereses. El odio surge del amor. Solo se puede odiar aquello que se ha amado.

Me pregunto si hubo odio en su espíritu o si, como un cirujano, había decidido que yo no debía interponerme en sus luchas y extirparme fue su deseo o incluso su convicción. Yo reconozco que lo he odiado y, como le decía, no sé si se puede llamar odio a esta resaca de dignidad que me ha quedado. Cuando mandó cargar contra mí y puso sus lanzas en manos de nuestros enemigos sabía que íbamos a morir. Sus fuerzas eran infinitamente superiores a las nuestras. Y qué difícil me resulta ahora decir todavía, sus fuerzas, las nuestras.

Los muertos de su purga eran también sus amigos y hasta ayer peleaban con y por él. Son muertos con nombres y apellidos. Son muertos íntimos. Mateamos con ellos y reímos con las guitarras mientras fumábamos y esperábamos la lucha. Y eran cada vez menos las armas y los cigarros y la yerba y, sobre todo, los hombres. Y el portugués había tomado toda la banda y con ellos infinidad de nuestros soldados estaban presos en las infectas cárceles de los lusitanos; solos, enfermos y con hambre. Y también eran la patria derramada y desolada que clamaba en la distancia que encontráramos la fuerza que los devolviera a la tierra de sus padres al menos para morir. Porque si de morir por la patria se trataba, mejor que fuera en esos vientres que nos habían dado la vida. En esa desesperación absurda e infinita nos encontró la traición de Ramírez.

Me permito ser más exhaustivo aunque peque por reiterar, pero es para ilustrarlo a usted, Señor Presidente, de la situación que vivíamos. Los portugueses estaban en casi toda la banda oriental. Allí con mis hombres les hacíamos guerras de guerrillas, mientras esperábamos que el gobierno de Buenos aires remediara la situación, declarándole la guerra al portugués.

En la banda occidental conocida como el Entre Ríos estaba Ramírez, que debía repeler a los portugueses que ingresaban por los ríos y ser tapón para la posible invasión de Buenos aires. En Santa Fé, López no estaba tan convencido de sumarse a la lucha contra Buenos Aires y Ramírez le taladraba la cabeza para esto. Corrientes y Misiones se rearmaban para invadir Río Grande y asestar un golpe en medio del imperio portugués.

Eran los primeros días del año de 1820. Yo estaba en mi cuartel de Mataojo. En territorio portugués fuimos diezmados, ultimados y escarnecidos. Entienda usted mi ánimo y las fuerzas escasas de mi alma. Pero quiero agregar aun algo más infame: uno de mis hombres –que hoy se sabe, ha sido presidente de la banda y usted es testigo– quiso que yo retornara a la tierra de mis muertos. En aquel momento era el frente, la vanguardia en el interior de la banda. Hacía guerra montonera; no podíamos enfrentar un ejército de igual a igual. Este general de mi banda entró en tratativas con los portugueses y terminó pasándose a sus armas. Fructuoso Rivera, no solo me abandonó, me traicionó. Y su traición fue infinita. Días antes me había anoticiado de la perdida de la batalla de Tacuarembó y había pensado todavía está Rivera para hostigarlo. Esta vez, la angustia golpeó a mi puerta sin caridad. Me invadió la desolación y me sumergí en un impenetrable silencio. Me llené de la parquedad del destino injusto y preferí estar solo. No podía pensar. Lo que no habían podido las fuerzas portuguesas y el constante boicot porteño, lo podía la traición. Me inundó una sensación de vacío, de que todo era inútil. Quería licenciar la tropa y terminar con los sacrificios. Lo hice, pero ahora mis hombres no querían dejarme. Estaban allí: formados, llorando, harapientos y erguidos. El desaliento campeaba mi espíritu. Todo era niebla. Todo desconcierto y fatalidad, entiéndame usted, Señor Presidente. Pensé, entonces en el Paraguay y empecé a caminar para el arroyo Mandisoví. Eran ochocientos hombres, contra diez mil. Estaba, en los hechos, derrotado.

Quería ver a mis hijos, que lo eran del sobresalto y la ausencia de su padre. Hijos del infierno que habitaba su padre, de huidas y de incertidumbres. Para ellos, solo era una voz que agitaba en los vientos del cruel destino. Allí, entre mis hijos y la turbia arena repase mis pasos. Y nuevamente nos reorganizamos. Nos pusimos en pie de guerra. Allí, en Mandisovi, me encontró el chasqui de Ramírez, que afirmaba que la causa federal había vencido a Buenos Aires en la batalla de Cepeda.

Ese Ramírez era mi Ramírez. La batalla estaba caliente y me hizo saber que había sido ganada para la causa. Creí que la federación y la justicia, al fin, habían llegado y que Ramírez, ese hijo parido en las luchas por los ideales, la había conseguido para todos. Esa fue la última vez que fui feliz. Nunca más la felicidad me invitó a su tierra.

Con el tiempo he tenido lontananzas, pero nunca más fui feliz. Los días que siguieron a Cepeda se llevaron todo. Ramírez me envió la copia de ese vil tratado. Su traición fue, sin duda, la estocada final. Ramírez cobró por la traición. Bien le pagó Buenos Aires. Dinero, armas y caballadas, ¡para usarlas contra mí! Así que lo enfrenté. Peleamos por horas en esa batalla de Las Guachas, que ganamos y perdimos los dos.

Cuando terminó la batalla después de diecisiete cargas de caballería, nos quedamos los dos ejércitos frente a frente. Mirándonos a los ojos. ¿Sabe? Éramos todos amigos, compañeros, federales, hermanos, parientes. Nos estábamos matando entre nosotros, por la miseria y ambición. Esos ojos todavía me habitan y con ellos me enterrarán.

Llegaron los refuerzos de Buenos Aires a cargo de Mansilla y todo se terminó para nosotros. Después de ser vencido en Las Tunas, pude esperar y volver a armarme. De hecho los caciques se habían venido del Chaco, de Corrientes, de Misiones para sumarse… Pero la traición me envenenaba el alma y las miradas de los nuestros, amigos y enemigos, me quemaba en las manos. Por eso dije basta. Cruce el río en septiembre de 1820. El dolor, la tristeza y la desgracia aun me acompañan mi estimado señor. ¿Su traición tenia sentido? ¿Cual era su meta? ¿Qué quería él? Queríamos lo mismo. Y perdimos los dos. Pero lo más triste es que perdió la causa federal y perdieron los pueblos libres y perdió la América de nuestra sangre derramada y nuestros sueños deshonrados.

Aquel Artigas y este Artigas son tan distintos. Son casi treinta años en el Paraguay, treinta largos e infinitos años y todo el tiempo para pensar y todo el dolor vivido para abrevar. Como un toro viejo, trago y regurgito pero siempre es el mismo pasto y siempre el mismo vómito. Como si mi alma fuera un ulcerado estómago condenado a repetir su dolor como alimento. Cuando se está esperando al enemigo, ese tiempo es profundo y sensible. Se lo huele, se lo escucha, se lo siente, se lo ve, se marcha contra él y él contra nosotros. ¿Cuanto dura una batalla? Unos minutos o una vida. Es el tiempo sin tiempo. Pero cuando uno es viejo, cuando uno ha vivido tantos años se disuelven las distancias entre los dolores y éstos se amontonan marcando la cadencia del tiempo. Un viejo sabe de eso.

Yo era un hombre parado sobre mis botas y tenía la oferta de algunos amigos para ir a pisar otros suelos, otras tierras. Incluso la república del norte ofrecía su reconocimiento a nuestro trabajo y ofrecía su sombra para el viejo que decidiera ser José Artigas. Porque, ¿sabe? En algún momento de la vida uno elije el viejo que quiere ser y aunque la muerte le sea ajena empieza a escribir alguna suerte de epitafio. Cuando uno nace alguien le pone un nombre y le da un destino, casi no lo elije. Pero cuando uno elije cómo quiere morir, también elije un nombre; cómo quiere que lo llamen después de muerto. Uno tiene esa dignidad al alcance de la mano. Uno decide como ingresar a la muerte y quiero decirle también que uno decide con quiénes quiere ingresar a la muerte. Entonces, ¿a dónde iría, para qué y, sobre todo, con quiénes? Cuando crucé el río crucé el infierno. Mis hombres y mis pueblos. Mis presos, que estaban dispersos en las cárceles del invasor. Mi familia. Mis sueños. Mis muertos. Los traidores. Me fuera donde me fuera, me iría con ellos. Con todos sin excepción. Los amigos los enemigos, los invasores y los despellejados. Con todos. Pero lo más indescriptible era cargar con las esperanzas de todos aquellos que se habían fiado de mí. José Artigas: El Protector. ¿Como se saca un hombre ese poncho?

Licencié a lo que quedaba de mi tropa. Los liberé de la miseria y de la impudicia que otorga el deshonor. Y llegué al río eterno, infinito, inmaculado e inmutable que cruzo y cruzo y siempre estoy cruzando. Mi vida se quedó enancada a su huella de rojo profundo y correntoso, tal vez para que la fuerza del Paraná del bravo Guazú se llevara mi alma y lavara mis rencores. Que fácil decir que Ramírez me empujó al Paraguay. Me empujó a decidir en todo caso.

Ramírez cayó en la treta de Buenos Aires. Justamente por él, mi mejor hombre, se libraban los porteños de mi, su peor adversario. Y quiso, lo que es loable, hacer una república artiguista, lo que no deja de conmoverme, porque queda claro que es contra mí su guerra, no contra nuestros ideales de patria. Así, proclama su república, que comprende todo el litoral, e iza la bandera de Arerunguá como insignia y se pone a gobernar. Seguramente, mejor que nadie, con su ímpetu y su temple. Estructura la base de una administración federal; sanciona reglamentos políticos, económicos y militares; impone la enseñanza obligatoria, y convoca a elecciones populares. Y se propone –ahora– expulsar a los portugueses de la Banda. ¡Ahora! Y quiere también juntar un ejército para derribar al entonces Dictador Francia y reintegrar a Paraguay a las provincias del Sud. Hasta aquí no dejaba de comportarse como mi propio hijo.

Pero soñaba Ramírez. Quería constituirse en el supremo de todas las provincias del sud y recibir el apoyo incondicional de todas. Nadie lo ayudaría a realizar su empresa. López miraba con recelo el crecimiento de Ramírez y pactó con Buenos Aires para quebrar sus esperanzas de poder. Entre Ríos se fue quedando bloqueado y Santa Fé, su antiguo socio, se convirtió en su enemigo. El valor sin la estrategia de nada sirven y Ramírez lo pagó muy caro. Estanislao López lo traicionó. Lo traicionó por unas cuantas cabezas de ganado y tuvo que enfrentarse a su antiguo socio. Ramírez ganaba pero se debilitaba. Él esperaba los refuerzos de Buenos Aires que Mansilla le había prometido, pero estos refuerzos nunca llegaron. Mansilla había pactado con López no intervenir. Sus fuerzas quedan diezmadas y su mujer quedó presa de la balacera y el regresó por ella. Su hembra se salvó y él fue herido de muerte. Su cabeza adornaría la mesa de Estanislao López y Buenos Aires se habría librado del retoño de Artigas. ¡Qué poco vale un hombre! ¡Qué poco valen las ideas y los ideales en la política! ¡Qué poco importa la gente, en la agenda de los nuevos señores! La patria que ofrecían nada tenia que ver con la que nosotros soñamos. En eso quedó convertida la idea profundamente genuina de la federación: en una historia de luchas fraticidas y mezquinas. La traición dio a luz nuevas traiciones.

A veces pienso que la vida fue más generosa con Ramírez. Murió en guerra, con su lanza; cojudo Ramírez murió peleando. Ramírez murió finalmente por esa suerte de patria que es toda mujer. Su cabeza se quedó en la pica de la lanza, pero su corazón se quedó con ella. Su muerte fue digna y sin duda fue intima. La Delfina fue su destino de hombre y también la fatal mujer de sus días. Una suerte de cautiva que lo encadenó sin remilgos y de alguna forma ambos fueron presos por el otro. Yo peleo aún aquella lucha, por aquella causa, pero con los años las luchas se han ido ampliando por desgracia. Peleo contra el reuma y la humedad del pecho. Contra las manos que me obedecen menos que Moro, mi caballo que esta sordo como una tapia. ¡Qué triste es ver morir lo que uno ha amado! Mi caballo sabe que lo miro a sus ojos viejos aunque no escuche que lo nombro y sabe lo que siento cuando siente que le rasco las orejas. Dos viejos que se sienten… Un silencio que nos junta en una forma de olvido y en una forma de muerte. ¿Que piedad esconde el olvido? Aun así lo elijo, lo prefiero, a esa falsa moral del recuerdo. Esa moral que predica lo que debemos ser y se olvida de lo que fuimos.

Al Paraguay me trajo la traición y en el Paraguay me mantiene el honor. Podría ser ésta la respuesta a la pregunta que usted me formulara tanta veces de palabra y que insiste quiere por escrito. Sabe usted que le he dado varias respuestas y que nunca me permito coincidir con ellas. Lo que tengo aceptado de manara indiscutida, es que al Paraguay me trajo Ramírez a punta de lanza. Porqué me quedé en el Paraguay es muy otra pregunta. Cuando pude volver no lo hice; no lo hago ahora. Usted lo sabe, usted me ha convidado a hacerlo y cuento con todo lo que necesito para irme o para quedarme. Es mi decisión. Esto esta muy claro.

Volver es una forma de nostalgia. Y no quería someterme a esa parodia del recuerdo y de la pena. Tenía cosas pendientes conmigo mismo. Cosas más importantes que querellar las heridas. Tal vez volver pueda dar paso al deseo de matar. Yo me he cargado muchos hombres. La guerra genera muerte y muertos. Yo lo sé. Pero el deseo de matar es otra cosa. Hay una búsqueda. Un querer reparar algo, que parece solo se justificaría con la muerte del otro. Cuando Ramírez me mandó una copia del tratado que había firmado con Sarratea, solo quería matarlo. Y lo quería matar yo. Cuando Rivera se rindió frente a los portugueses, lo odié. Pero cuando me enteré que se había pasado a las filas enemigas, que ahora era un general del ejército invasor quería matarlo. Volver sería para invitar a la sangre a muchas cosas. Tengo cuentas pendientes con muchas personas. Pero decidí atender las cuentas pendientes que tengo conmigo mismo.

Hay un momento en la vida en el que un hombre se encuentra con la verdad. O mejor aun se encuentra con su verdad. La verdad de su destino. Lo que es y lo que ha sido. Ese momento es intenso. Es revelador. No tenemos que buscarlo. El nos encuentra. En el Paraguay descubrí esa verdad: mi lugar en la historia y el sentido de mi vida. Yo fui un provocador de sueños. Un precursor de un modo de vida. El que mostró el camino. El que abrió la puerta. El que sembró. El que puso los cimientos. Pero no pude ser el constructor. No hubo interlocutores para ser el constructor. Senté las bases de un modo de vida en comunidad: la república. Y el modo de concebir muchas patrias en una patria: el federalismo.

Hoy lo veo claro. Cuando la muerte revolotea como un buitre que acecha, todo se ve más claro. Una vida y una muerte se explican por esa juntura reveladora. Me he preguntado muchas veces por lo que fui y si había hecho todo lo que tenía que hacer. Me he preguntado también si fue suficiente. Me lo he preguntado las tardes que, aquí en el Paraguay y en mi cabeza, veía desarmarse mis hombres y derrumbarse los proyectos que nos sostenían. Tuve muchos años para pensar. Mucho tiempo para comprender. Para aceptar esta verdad desnuda que es el significado que tiene un hombre. El estatuto con el que entraré a la tumba. Aquello que me permitirá juntarme con todo lo que amé y con todo lo que perdí. El estatuto que me permite entender la traición. La traición de Sarratea y los patricios porteños. La traición de Montevideo. La traición de Ramírez y Rivera. La traición de Larrañaga. Son muchas traiciones para una sola vida.

Sin embargo, veinticinco años en la selva le dan a uno el tiempo y la distancia para ver. Para saber. Para sentir su destino. Para reconciliarse con el. Sé que mi trabajo ha empezado y que será continuado porque entendí, frente a la muerte que se avecina, entendí que los hombres no son imprescindibles, que no hay hombres imprescindibles. Lo que es imprescindibles son las convicciones y ellas bien valen la vida y también la muerte. Un hombre vive por lo que cree. Todo esto me mostró el Paraguay. No me ha quitado el odio ni el dolor, pero me ha permitido entenderlo.

Mi amable y considerado amigo, Señor presidente, sinceramente agradecido, el muy suyo, José Artigas.




Reseña
Diario EL DÍA:

LA PATRIA DEL PADRE "Los Artigas", Francisco Senegaglia, Ediciones Azulpluma, 2009.

"Mi padre no era más que una sombra lejana que se agitaba en una estación desconocida y callada", así nombra, con ecos históricos de la sombra
sarmientina fundacional del Facundo, José María Artigas a su padre, José Gervasio Artigas, años después de la capitulación de Montevideo a manos de
los portugueses. Proclamado el caudillo traidor a la patria años después, su hijo emprenderá la marcha iniciática en pos del nombre, del hombre, que
le dio vida. Una narración depurada recorre las páginas de esta novela de Francisco Senegaglia, entramando el trasfondo histórico con
un vínculo que excede el marco argumental y marca, en contrapunto lingüístico, el sentido de pertenencia de la palabra que designa.

Padre/hijo es el punto nodal a partir del cual Senegaglia extenderá con singular habilidad el rescate del ideario artiguista, pero, también, es el marco introspectivo en donde se expone una primera persona sensible, persistente, inquisidora. "No se ama por amar, sobre todo cuando se pierde lo que más se quiere por ese amor". El epistolario refuerza el planteo argumental de "Los Artigas" y revela la dolorosa busca de patria/padre y del esbozo originario de la palabra como signo liberador. Una novela excelente, de prosa contenida y precisa, marca la hondura de "Los Artigas", así como la calidad de la edición a cargo de Adriana Badagnani y Celina Artigas, valga la redundancia

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Militancia Artiguista Entrerriana