domingo, 4 de abril de 2010

Un canto a la obrera y al obrero entrerrianos. Por un Bicentenario distinto

Al trabajador, con buena onda

A los maestros, como este de una escuela de María Grande,
que cada día nos ayudan a crecer.


Descubriendo Entre Ríos. Un canto a los mil oficios, en el mayor cumpleaños de la patria

Declaración de amor a la obrera y el obrero entrerrianos, con vistas a un Mayo distinto en el año del Bicentenario.

Daniel Tirso Fiorotto - De la Redacción de UNO


Al obrero. Amamos al obrero engrasándose la dignidad, con la dignidad engrasada al punto que el motor ese no ronca, susurra apenas.
Al zapatero de anteojos culo de botella con un clavito entre los dientes que será la única firma, una estrellita en su arte anónimo.
A Ricardo, el tornero, que murió y dejó las mentas porque lo hizo bien, le puso al torno compromiso y se guardó los peros. A Orlando el albañil manos de ladrillo, a Adrián el de los cables, a Juan el jardinero. Al viejo de los libros viejos que no vende, invita.
Y como amar, amamos a Graciela. ¡Señorita, señorita Graciela! Nos enseñó no sé si la raíz cuadrada, el litro, el hectómetro, no sé si el cuánto pero amasó el cómo con polvo de tizas blancas. Con cariños sin empalagos amasó la geometría y el buen día, y no tuvo Graciela más novios, no los tuvo.
Al antiguo joven estibador que podía llamarse quién sabe, Ateo. Al hijo que El Despertar Obrero nombró Edo. Y al Ángel panadero de Gualeguaychú, y al ángel libertario de Diamante y de Bovril que mezclaba la bosta y la arcilla para darnos techo y cantaba “Yo la he visto a Ramona Pelota / apaleando a la orilla del río, / el pantalón del marido borracho”.
A los obreros esos que nos dan los mil para hacernos un lugar en el orbe, ¿cuánto valen de verdad los mil?
Al sembrador, amamos. Para sembrar es todo: mecánico, jinete, agrónomo, pocero, alambrador y meteorólogo; y pescador de los buenos en las malas y éste, el sembrador que digo, poeta, poeta siempre. Y al carrero como Facón Grande, carrero como el inocente Gaillard víctima de intolerancias varias, porque hay que ser carrero ¿eh? Y animarse a cargar una imprenta como se animó Gaillard para caer allá por el arroyo Santa Rosa con el filo en la garganta y todo para que la historia ajena lo sepultara, nomás. Qué vale al fin un carrero para esa.
A la artesana de los juncos como hebras, que teje afectos con paciencia de ñandutí, que no estudió la palabra pero la tejen sus manos y convida buñuelos y mate dulce para descansar si se hizo un rato y para descansar elige las totoras, escarda, hila, ovilla, celebra lanas, barre, cocina y te pregunta si llevás el abrigo.
Hasta lo entrañable amamos y siempre el arte efímero del melón escrito, ese fruto que compramos, sí, en la esquina pero agradecemos a la esquina y al cielo. Gracias, decimos, a las manos que lo plantaron dónde, que lo cosecharon cuándo, las manos que te lo entregan a cambio de nada, dos monedas, y qué son dos monedas al lado del melón escrito, del sabor, del aroma escrito en el melón.
Amamos al camionero de visera: quince días al volante y el muy parco te regala un guiño, va y te regala un guiño, ¿me explico?, para no demorarte sobre el pavimento.
¡Ah, si calcáramos al camionero de visera, menos palabras, más guiños para ceder el paso porque sí!
En el país de los atropellos, ceder el paso; ¿cómo no amar al camionero?

De escobas y amantes . Y qué decir del flaco de camisa fosforescente que a las seis te despierta cada mañana con el yic yac de su escoba en el cordón cuneta, Juan anónimo privado de aplausos, ¿quién sabrá su ascendencia, su barrio, su noche?
Y qué decir del militante poniendo el pecho por mí en el paro, por vos en el piquete, y qué del obrero que tiene por oficio, ese obrero, las infinitas lecturas con libros y sin libros para acompañarnos a mirar el mundo tras el mundo.
Y qué decir de don Gobatto que nos da el agua, la riqueza mayor. Desde su pobreza infinita nos da nada menos que el agua y es millonario en eso como es rico en historias obreras del Tiro donde manda el Patrón rojinegro.
Y qué decir de Patricio Maciel, el tambero de broma a flor de labios, charrúa a toda prueba, que murió condenado al arrendamiento y las deudas y dejó cero herencia, por alimentar a diario a toda la gurisada del pueblo con el jarro más preciado que haya puesto la naturaleza sobre la tierra.
Amamos (qué bien nos hace amarnos), el trabajo, el oficio, ese oficio del “Perro” que lucía la piel de Guinea y fue guarda en los vagones y se fue con ellos. Y ese oficio tan moderno de chocarse la pantalla, ilusión de camino. Y ese de esperar y alimentar el deseo de otros para destender la noche húmeda que le permitirá tender la mesa y ganar una sonrisa, carne para la carne.
¿Cómo se llama ella, la que amamos cuántos?
¿Y cómo el que no mandaba y nos amaba?
Y el obrero que cura y puede, claro, ser el cura, y el obrero de corbata y camisa blanca que te cuenta los fajos y hace como que cree que son tuyos para que te sientas cómodo.
La lucha amamos, la conciencia obrera que no siempre es amarga, la conciencia del desocupado que se ocupa en conocerse y se enciende en el caucho. Y la lucha también del porongo pronto con el agua a punto bajo el aguaribay, o allá en el rincón del tala que resiste en frutitas, nuestra la sombra nuestra; la lucha de llegar a tiempo, la de escuchar sin tiempo, la de dar al plato multiplicado un toque de color, por amor, esa lucha que bien llamaríamos ya sabemos cómo, por experta, ella, en oficios vitales menospreciados por los menospreciadores profesionales, y además amante, ella, sin precio.
Y esa gota de sangre en el trapo de todos, amamos, el rojo oblicuo, el centro que lo dice todo, que todo lo contiene, con la intensidad de un símbolo continental, universal, que los obreros del combate que nos dieron libertad pintaron en sus pechos.
Y para distendernos y putearnos amigablemente, la gambeta amamos, y el arte universal que todos comprendemos, fuera fronteras, fuera idiomas: la sinfonía de una sola sílaba que explota con la pelota incrustada en la red. Y la cara de los Diegos obreros, del Lionel obrero. El grito amamos.
Y el silencio amamos, el silencio que anuncia, mientras guardamos la carta que no jugaremos porque esa carta a su hora se juega sola.

Obrero por derecho. A Agustín amamos, a su luz y a su fuerza, exprimidas del mameluco. Qué paradoja. ¿En qué lugar del mundo es, como aquí, tosco el que más nos ama, tosco el que nos abre la ancha avenida a tantos?
Y a Ramón amamos, el gaucho de la flautita anunciadora, y a tanto afilador como Ramón, de una antigua Paraná que sobrevive. Treinta años en dos ruedas dándose Burdino a los filos nuestros, sacando dulce del acero y la piedra para hacernos más tierna la cena y para que los amigos que vivan al asador, porque así lo exige la tradición, nos aplaudan el temple a nosotros, ¡qué regalo!
A Alejandro el carpintero que de tanto lustrar las tablas va y les encuentra el humor y demuestra que se puede. A los estudiantes, amamos, estudiantes de hombres y circunstancias, estudiantes alrededor del mate que da honda cátedra indígena.
Al obrero del servicio de justicia que se ató la venda y para siempre, mientras algunos pares de peso que no son mayoría negocian a cara limpia con patrones de otros charcos. Al obrero de la Remington amamos, al obrero que pudo llamarse quién sabe, Rodolfo, Tilo, que entregó su confort, su paz, su vida por algo que olía, que olía a verdad. Y al obrero del FAL que nos espera bajo la ventisca, allá, acá, y no será en vano.
Amamos al francés que en vez de yo dijo nosotros y plantó colmenas en la barranca y repartió la miel. Amamos a la militante de guardapolvo que en vez de un título de propiedad exhibe un mapa verde en el aula y dice Nuestra América porque eso aprendió con sólo saber mirar el rostro de sus niños. Y como es multifacética eso supo también de charlas con el verdulero del carrito que le da vida al Macarone pero cuenta, si le preguntan, que hace cincuenta años y pico saludó en su guaraní natal a sus parientes músicos en Piribebuy y no los vio nunca más. El Macarone guarda secretos así en sus obreros. Y eso supo escuchando, por el paraguayo, las mentas del peón de la huerta en El Brete que no hace mucho llegó de Tarija para darnos de comer. En negro, claro. Y eso aprendió de oír a Panizza, de apellido entrerriano, milongas orientales, rancho en el Chaco. Con todos ellos aprendió la profesora de geografía a pronunciar “Nuestra América”.
Y a la Pelusa que hace suplencias en el centro de salud, y a la jardinera, amamos, y a la niñera. Dejamos en sus manos nuestros tesoros y cuántas veces son ellas las de la caricia que nosotros mezquinamos porque el tiempo es tirano, como dicen en la tele. El tiempo, claro.
¡Cómo sabe, cómo sabe eso de amarnos! Sin lástima, sin vergüenzas, sin límites, sin fronteras ficticias, amarnos, inútilmente amarnos. Sin ventajas, amarnos, sin ropas, y amarnos, sí, los de la sobremesa con cuerdas, los que caminamos preguntándole a Juan de Dios en los restos del monte, los que extrañamos con Juan de Dios las aves que faltan, los colores ausentes.
Amarnos, los que olimos con Rocco y Cosita y María y el Beto, olimos el cardumen bajo el pelo de agua marrón y alcanzamos a presentir el último cardumen con la piel escamada. Amarnos, sí, con ella que se perdió en amarnos, que se ganó en amarnos.
Hemos dicho apenas algún que otro oficio de los mil que amamos más en el aniversario del obrero Mariano Moreno, del obrero Bartolomé Zapata, y sus pares revolucionarios de los años 10 y 11, las mujeres y los hombres que vieron aparecer entre ellos el resplandor de José Artigas. Aquellos indios y afroamericanos y gauchos fundaron, si se salvaron de las masacres, las familias de nuestros abuelos obreros. Amarnos, claro, los que no seremos ¡por Dios! una calle, porque fuimos hechos de fibras, de nada, obreros apenas. Quizá un caminito de vaca, tal vez sí, de tanto ir y volver al río por agua, al cielo por luz, a los ojos por lágrimas, a una boca por un, cómo diría: a una boca por un salvavidas.

UNO-28/3

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